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Friday, September 03, 2010


 Roberto Bolaño

Panorama de la Literatura Chilena, por Prof. Dr. Maximino Fernández F.             Ensayos
 07 de marzo de 2010


Nota introductoria, por Javier Edwards

Interesante leer esta presentación con la que Maximino Fernández participa en un coloquio organizado por la Universidad Gabriela Mistral el año 2002. Algunos datos, nombres, opiniones, con la información que tenemos hoy, 8 años después, pueden resultar altamente discutibles.

Lo mismo la perspectiva generacional -con cita a Cedomil Goic incluida- siempre puede discutirse. Aún así, las opiniones recogidas en esta ponencia (las del autor y las citadas), pueden resultar un buen motivo para estimular la lectura de ciertos autores, pensar en qué están aquellos que han desaparecido de la escena literaria, revisar si el panorama que se veía el 2002, sigue siendo, el del 2010.

Personalmente, me atrevo a pensar que hay ciertas escrituras que se han consagrado definitivamente -especialmente en el mundo de la narrativa femenina- y que hay nuevos nombres que han estado agitando el panorama literario local de modo muy saludable. La que un día se llamó Nueva Narrativa, probablemente siguiendo más un ejercicio de marketing editorial que una identidad literaria clara e identificable, ya no es un grupo preciso y sus cabezas visibles han adoptado rumbos propios que, con éxito diverso, los mantienen escribiendo e interactuando en el universo de narradores que coexisten en el pequeño mercado local.

Con la perspectiva que me dan el tiempo y la distancia geográfica, leyendo lo nuevo y releyendo lo ya escrito, la narrativa chilena contemporánea adquiere un nuevo sentido, genera la impresión de estar dotada de un talento más poderoso que el visualizado inicialmente. La narrativa chilena es menos exuberante que la del resto de los países latinoamericanos, tiene una cierta opacidad verbal, una timidez frente a las grandes construcciones narrativas; sin embargo, puede llegar a ser muy precisa, incisiva, descarnada, con una sequedad que no resta sino agrega valor. La gran responsabilidad del Chile literario está en manos de los lectores, críticos, medios de comunicación y las editoriales -los escritores, creo, están haciendo su trabajo-; hoy por hoy, tenemos que leer y discutir lo que se está publicando, reconocer que nuestros autores, de las edades más diversas están sacando día a día cosas interesantes, libros que nos permiten revisar la mirada que somos capaces de generar sobre nosotros mismos y el resto del mundo.

Pienso con rapidez (evidentemente sin ánimo exhaustivo) en Eltit, Marín, Nona Fernández, Jeftanovic, Zambra, Meruane, Costamagna, Blanco, Collyer, Fuguet, en los microtextos de Elphick, en textos como los de Lemebel, Forch o Simonetti, en Electorat, en el otro Simonetti (Marcelo), Pía Barros y hasta en la diversidad de registro de Subercaseaux, cuya última novela "Vendo Casa en el Barrio Alto", tiene una segunda propuesta bastante acertada y demoledora; en la novedosa apuesta de Baradit. Pienso en la obra de Diamela Etit y la comparo con la de Herta Müller, convencido de que Eltit tiene méritos de sobra para el reconocimiento del Nobel (nosotros los chilenos siempre pensando que sólo los poetas). Pienso en lo que ha escrito Gumucio después de "Invierno en la Torre" (o era "infierno...") y da verdadero gusto ver como se superó a sí mismo y ha desarrollado una escritura, una mirada agudas; pienso en Contreras, en que hay que releerlo completo, lo mismo que a Franz y seguir el hilo de sus primeras novelas en las posteriores; tenemos que recuperar la lectura de Carlos Cerda, un tipo generoso intelectual y literariamente, "Una casa vacía" es un libro que no debemos olvidar. Tenemos que leernos, buscando el sentido, no la perfección; sin temor a la narrativa, la prosa, lo que dice y denuncia, lo que nos muestra y ofende los pudores de un Chile con miedo a las verdades que se dicen a la cara.

Nuestros escritores no son rioplatenses, ni alimentan su imaginación con la fertilidad amazónica; los escritores chilenos escriben con línea sinuosa y angosta, con el relieve y los altibajos de nuestra geografía y, muchos de ellos, tienen el poder de sacar la venda de los ojos, romper las amarras de un país con tradición cultural autoritaria. Como a muchos, debe leerse a Donoso, completo, antes o después del libro de su hija Pilar (tan dados los chilenos a entusiasmarnos con algo a partir de la revelación íntima), pero debe leerse. Deben leerse todos, hay más calidad que la que hemos ido definiendo -en conjunto y no sin cierta soberbia- a lo largo de los años. Hoy se rescata a María Elena Gertner, se la cita con cierta frecuencia y reconocen méritos. No es necesario esperar 50 años, cada vez. Hay que intervenir con nuestra lecturas los textos que quedan escritos, pero no debemos dejar de aprovechar la oportunidad de asaltar en tiempo presente, on-line, los autores en pleno proceso de producción. Y, sin duda, la crítica literaria debe reinventarse o ajustar la puntería. La crítica de la crítica por la crítica, es un ejercicio indispensable. Y los editores tienen que tomar su parte en la apuesta, lo mismo que las librerías y los lectores, una vez más, que son los que invierten en los libros haciendo que se mueva la máquina en un mundo que -inevitable cuota de realismo- se mueve bajo las reglas del mercado.



Javier Edwards



Panorama de la Literatura Chilena, por Prof. Dr. Maximino Fernández F.



"A mediados de 1999, haciendo un recuento de la literatura nacional del último tiempo, José Miguel Ibáñez Langlois, más conocido en el ámbito de las letras por su pseudónimo Ignacio Valente, expresó: “Tengo la impresión de que leemos libros cada vez más malos, más pseudoliterarios o más pseudointelectuales. Desde luego, los índices de libros más vendidos en el país nos llenan de subproductos culturales y, a la inversa, los títulos valiosos escasean en proporción creciente. Sería insensato atribuir esta declinación a los solos lectores, como si ellos eligieran lo peor dentro de posibilidades mucho mejores (cosa que, de paso, también ocurre). Pero el fenómeno se origina antes: en lo que escriben los escritores y lo que publican los editores ---chilenos y extranjeros---; en la publicidad y el marketing, y en las cualidades de la crítica literaria. Se trata de todo un contexto cultural: tanto más motivo hay, pues, para preocuparse. Este siglo se extingue con pocas luces para las humanidades.”

Tal situación, ciertamente preocupante, y que, desde el mundo de lo literario, es una muestra más de lo que está ocurriendo en muchos ámbitos de nuestra sociedad, movió a la Señora Alicia Romo, Rectora de nuestra Universidad, a organizar este Seminario, cuyo objetivo es examinar el período más reciente de nuestra literatura, para comprender por qué Ibáñez Langlois llega a esta lamentable conclusión, señaladora de que al parecer, se ha agudizado la carencia de lo que pedía hace ya décadas el destacado crítico Hernán Díaz Arrieta, Alone, para la Literatura Chilena: un par de alas para remontarse.

Antes de iniciar mi exposición, quisiera recordar el primer mandamiento expresado por Gabriela Mistral en su “Decálogo del artista”, incluido en Desolación: “Amarás la belleza, que es la sombra de Dios sobre el Universo”.

He querido recordarlo para aclarar de inmediato lo que, por obvio suele olvidarse: la literatura es una manifestación artística, y, como tal, debe predominar en ella el valor estético, valor desde el cual debemos considerarla y apreciarla. Y si su valor predominante es el de la belleza, necesariamente se darán en ella los otros dos valores fundamentales: el Bien y la Verdad. Es cierto que ello no obsta a que la obra literaria pueda tener, además, valores de otra índole. Pero el problema se plantea por el hecho de que muchas personas, tanto autores como lectores, la consideran a menudo sólo desde perspectivas históricas, sociológicas, psicológicas, ideológicas u otras, desvirtuándola en relación con su esencia constitutiva de ser, etimológicamente, poema, es decir, creación artística.

Aclarado este punto esencial, intentaremos dar un panorama acerca de la literatura nacional de estas últimas décadas. Por supuesto, el asunto no es fácil, porque, a diferencia de la producción literaria más antigua, que el paso de los años ha ido decantando, lo que nos permite discernir en ella con más seguridad el oro del oropel, el tiempo aún no ha tenido tiempo de pasar por su criba implacable las obras escritas recientemente, cuyo estudio todavía es fragmentario, limitado, pendiente, escaso o inexistente, y muchas de las cuales se recubren, además, con el manto engañador del marketing, de intereses comerciales, de visiones ideológicas o de premios otorgados muchas veces por razones extraliterarias.

A pesar de ello, revisemos algunos aspectos de nuestra literatura nacional de las últimas décadas del siglo XX.

El término de la Generación de 1957, última generación de las tres que conformaron la Tendencia Superrealista, marcó el inicio de una nueva Tendencia, aún innominada, constituida, a su vez, por tres generaciones:

La primera, la Generación de 1972, conformada por escritores nacidos entre 1935 y 1949, cuyos años de vigencia o gestión se extienden entre 1980 y 1994, ha sido también denominada Generación del 70, Promoción Emergente y Generación Infrarrealista. Pertenecen a ella escritores como Poli Délano, José Luis Rosasco, Ariel Dorfman, Antonio Skármeta, Adolfo Couve, Isabel Allende, Ana María del Río, Diamela Eltit, Luis Sepúlveda y otros, entre los narradores; JorgeTeillier, José Miguel Ibáñez, Óscar Hahn, Jaime Quezada, Juan Luis Martínez, y otros, entre los poetas; José Chesta, David Benavente, José Pineda, Raúl Ruiz, Miguel Littin y otros, entre los dramaturgos.

La segunda, la Generación de 1987, conformada por escritores nacidos entre 1950 y 1964, cuyos años de vigencia o gestión se extienden entre 1995 y 2009, ha sido también denominada Generación de los 80 o de los NN. Pertenecen a ella escritores como Ramón Díaz Eterovic, Roberto Ampuero, Marcela Serrano, Pía Barros, Arturo Fontaine, Jaime Collyer, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y otros, entre los narradores; Juan Antonio Massone, Raúl Zurita, Diego Maquieira, Teresa Calderón y otros, entre los poetas; Marco Antonio de la Parra, Ramón Griffero, Benjamín Galemiri y otros, entre los dramaturgos.

La tercera y última generación de la nueva Tendencia, la de 2002, está conformada por los escritores nacidos entre 1965 y 1979, cuyos años de vigencia o gestión se extenderán entre 2010 y 2024. Pertenecen a ella escritores muy jóvenes, como Andrea Maturana, Lina Meruane o Alejandra Costamagna, entre los narradores; Bernardo Chandía, Jesús Sepúlveda o Malú Urriola , entre los poetas; y Daniela Lillo, Marcelo Leonart o Francisca Bernardi, entre los dramaturgos.

Es conveniente recordar que, en el sucederse de las generaciones, se suporponen varias en todo momento, pues las personas son coetáneas o contemporáneas de las demás existentes; y que los escritores evolucionan vital y artísticamente, lo que aminora en parte la aparente precisión de dicha clasificación generacional. Es natural, entonces, que en 1980, cuando comenzaba la vigencia de la primera generación de la nueva Tendencia, coexistieran escritores de dicha generación con otros, aún vivos y productivos, de generaciones anteriores. Más todavía: es casi innegable la relación que siempre existe entre los nuevos y los antiguos, a veces por imitación de estilos ---Nicanor Parra, por nombrar al más conocido, sigue siendo modelo de muchos---, a veces por seguimiento o evolución de grandes líneas temáticas ---la poesía religiosa, por ejemplo, de antigua prosapia en Chile, mantiene su vigencia hasta hoy--- o a veces por reacción iconoclasta, rupturista o buscadora de nuevas formas y lenguajes ---un caso es el de Alberto Fuguet, a pesar de la antivalórica influencia estadounidense de la llamada generación perdida o generación beat, evidente en sus obras---; y que en ciertas ocasiones se cae también en modas, por definición pasajeras.

Revisemos algunas características generales que se pueden visualizar en el desarrollo a la fecha de esta nueva Tendencia.

Hablando de los novelistas hispanoamericanos de la Generación de 1972, Cedomil Goic señalaba que expresan “la contraposición de autenticidad e inautenticidad, apariencia y realidad, verdad y falsedad (...) de un mundo larvario o de la precariedad de todo lo real”; y asumen el acervo contemporáneo de modo “más enfático, más ludicro, más libre y desenvuelto, más desenfadado y cínico, fresco y, por momentos, descarado”.

Tiempo después, en 1983, Raúl Zurita, que estudió el asunto en el ensayo Literatura, Lenguaje y Sociedad (1973-1983), subrayó los siguientes elementos tipificadores: experimentalismo formal, abandono de formas coloquiales, conceptualismo, visión totalizadora, eliminación de barreras arte-literatura y concepción del libro-objeto; y en torno a las temáticas, denuncia ideológica, regreso al paisaje en cuanto pauta de proyección de emociones, descomposición de clases, precariedad de lo cotidiano, amor de pareja y literatura como asunto novelesco.

Es conveniente también revisar las características que se atribuían a los narradores, en 1992 , en Muestra de Literatura Chilena, de la Sociedad de Escritores de Chile con ocasión del Congreso Internacional de Escritores “Juntémonos en Chile”: “La sorprendente reiteración de algunos elementos formales y de expresión, la incorporación de una cierta poética de lo cotidiano; el lenguaje popular, creativo y juvenil; el permanente cuestionamiento al orden preestablecido; la actitud irreverente de los adolescentes; el soterrado ejercicio hedonístico al asumir el erotismo; el compromiso político sin concesiones; la incorporación de elementos paródicos; el humor y la ironía; la música popular como bagaje cultural, (…) la alienación de la publicidad; el consumismo y la TV; la apología de las drogas; (…) la desacralización de mitos impuestos por una sociedad pacata…” .

Desde nuestra perspectiva, concordando con la existencia de dichas características a esa fecha, aunque lamentando varias de ellas, agregaríamos otras: búsquedas experimentales, a ratos radicales, que exigen gran compromiso del lector; abundante presencia de personajes juveniles y de espacios urbanos; y, en algunos casos excepcionales, cierta orientación a la religiosidad y aprecio por la instrospección y la universalidad.



Otra característica de esta Tendencia, tal vez la que se ha convertido de manera mayoritaria incluso en tema de conversación corriente, ha sido el auge de la que se ha dado en llamar “narrativa femenina”, señalada como novedosa e importante al decir de varios comentaristas. Pero una cosa es parecer y otra, muy distinta, ser. Y en realidad, si se revisan momentos anteriores de nuestras letras, se le encuentran precedentes relevantes y de calidad artística superior, los que, sin duda, aminoran en gran medida dicha publicitada novedad.

En efecto, la aparición de un grupo relativamente numeroso de escritoras en el panorama de la narrativa nacional, y también de la poesía, en las últimas décadas, ha causado muchos comentarios, olvidándose que la presencia femenina en la narrativa chilena de la primera mitad del siglo XX, si bien relativamente escasa, ha dejado nombres muy significativos, en especial los de Marta Brunet y María Luisa Bombal, y también otros de buen nivel, como los de Inés Echeverría, Mariana Cox, Teresa Wilms, María Flora Yáñez, María Elena Gertner o Elisa Serrana; lo que vale también para la lírica ---baste recordar a Gabriela Mistral--- o para la dramaturgia, con María Asunción Requena, Isidora Aguirre y Gabriela Roepke. Es cierto que las obras de la reciente promoción de narradoras, cuyo número tal vez sea algo mayor que el que hubo en las antiguas generaciones y cuya calidad es muy variada, han sido más difundidas, más traducidas y conocidas, tanto en Chile como en el extranjero, debido sobre todo a circunstancias editoriales y a la importancia dada en el último tiempo a los asuntos de género; pero también lo es que sus obras han modificado sólo parcialmente las temáticas y el tratamiento respecto de sus predecesoras.

Las obras en referencia presentan algunas características generales comunes, no demasiado diferentes a las de las que las precedieron en el tiempo. Por cierto, la temática gira en torno a situaciones problemáticas, a ratos angustiosas, del mundo de la mujer. Dejando atrás viejos tabúes sólo en apariencia, pues ya habían sido rotos hacía tiempo y en gran medida por Marta Brunet, y desde 1923, en el seno de una sociedad mucho más conservadora que la actual ---Alone destacaba, entre otras características de esa gran narradora, “la audacia del relato y su franqueza erótica” ---; por María Luisa Bombal y por casi todas las escritoras antes mencionadas, que también tocaron aspectos conflictivos de la condición femenina, se tratan abiertamente dificultades y desengaños en la relación de pareja, situaciones íntimas, a ratos cargadas de erotismo y casi siempre dolorosas y amargas, las que se convierten en verdaderas confesiones o desnudamientos de almas, expresadas, además, con un lenguaje fuerte, de cierto coloquialismo, aunque, salvo excepciones, con débiles estructuras internas del relato. Hay también alusiones autobiográficas y siempre están presentes, aunque a menudo en forma soterrada ---parecieran querer ocultarse---, la sensibilidad y la ternura, que luchan por sobrevivir en una sociedad aún dominada por el varón. Otro aspecto bastante generalizado ---y que no ocurría en las obras de las narradoras de las generaciones anteriores--- es la mezcla de los problemas femeninos con referencias a situaciones de política contingente, con frecuencia abundantes y casi siempre desde una sola perspectiva, lo que aminora la cohesión temática de las obras.

Más novedoso ha sido el acercamiento de una de estas escritoras, Pía Barros, al cuento breve ---denominado también minicuento, minificción, microrrelato, cuento en miniatura y flash fiction--- a la manera del guatemalteco Augusto Monterroso, trabajado especialmente en sus talleres literarios. Esta forma narrativa, que requiere de gran creatividad y capacidad de síntesis y que pareciera adaptada a estos tiempos en que hay ---o nos hacemos--- poco tiempo para la lectura, se asemeja a la intención de los artefactos de Nicanor Parra. en su sentido de querer producir de modo muy sintético el impacto de libros enteros.

Es curioso que al hablar de las narradoras de las últimas décadas se olvide que varias de ellas han seguido un camino diferente al recién señalado, muy distinto en cuanto a temas, lenguaje, tratamiento e intención. En efecto, figuras como Cecilia Beuchat, Jacqueline Balcells, Ana María Güiraldes y otras, han dedicado sus obras, muy valiosas tanto estética como didácticamente ---lo último es propio del tipo de relatos que escriben---, al mundo de los niños y jóvenes, siguiendo la senda inolvidable marcada en su momento por Marcela Paz, Carmen de Alonso, Maité Allamand, Ester Cosani, Alicia Morel, Lucía Gevert y otras escritoras, ruta seguida también por destacados narradores varones, como Hernán del Solar y, hoy, Saúl Schkolnik o Manuel Peña, y reconociendo siempre la validez de sus predecesores, tanto chilenos como extranjeros.

Sabemos que la literatura dedicada a los niños ---o “literatura infantil” como suele denominársela, término tan discutible y discutido---, tiene una historia relevante que va desde los viejos e insuperables relatos tradicionales a los escritos por las grandes figuras universales en el tema. También en Chile posee ya larga y fructífera existencia ---lo ha recordado Manuel Peña en su Historia de la Literatura Infantil Chilena ---, con escritores y personajes inolvidables ---¿es necesario mencionar a Papelucho?---; y en las últimas décadas ha renovado su vigencia a través de la obra de un grupo relativamente numeroso de narradores ---también poetas y dramaturgos---, mayoritariamente mujeres, que saben, como decía Gabriela Mistral, que “contar es encantar”.

Las actuales narradoras para niños y jóvenes, muy creativas y prolíficas, mantienen vigentes las características esenciales de ese tipo de relatos: belleza formal, lenguaje sencillo y mensaje valórico. Y en sus obras tienen siempre a la vista los gustos y características psicológicas de sus destinatarios, sin olvidar, en todo caso, el fundamento estético que transfigura todo ello en obra artística.

También la dramaturgia para niños y jóvenes ha adquirido relevancia en el último tiempo, debido a que la actividad teatral escolar se ha desarrollado fuertemente en el país, aumentando de manera considerable la realización de talleres y encuentros interescolares. Ello ha llevado a nuevos autores a continuar la obra destacada de Rubén Sotoconil, Jorge Díaz y otros, y a la publicación de diferentes antologías de pequeñas obras para la puesta en escena con niños.

Otra característica, a la que se han referido numerosos críticos y estudiosos del tema, es la función ideológica que se ha querido dar a las obras o a su interpretación, lo que tiene que ver con la concepción misma de lo que se entiende por literatura. En efecto, se ha dicho con frecuencia que el régimen militar en Chile fue el hecho que mayoritariamente motivó e influyó en las obras de los escritores nacionales de las últimas décadas, tanto de los que salieron del país como de los que se quedaron o regresaron a él. Esto ha llevado a algunos comentaristas a proponer una literatura chilena anterior y otra posterior a 1973.

No ha sido fácil distinguir con objetividad la situación literaria chilena en este sentido: se la ha mirado con frecuencia desde una perspectiva contingente y temática, con escasa valoración estética. Pero ya a alguna distancia de los acontecimientos históricos de la época, es posible aclarar dicha situación.

Si se revisa la producción literaria del período, se observa que la temática contingente-ideológica ciertamente aparece, aunque en menor cantidad de lo supuesto, según los géneros ---más en las obras dramáticas; menos en las narrativas y casi siempre como aspecto parcial del relato, y bastante menos en las líricas--- y a menudo con escasa calidad literaria. En realidad, las obras presentan diversidad temática y variado nivel estético.

Contribuyen también a dilucidar el asunto las declaraciones de algunos escritores, decidoras en tal sentido. Raúl Zurita, por ejemplo, sintetizó en 1983 la situación a este respecto en el ensayo antes citado, indicando que “las formas más politizadas (o una concepción del arte como instrumento al servicio de una causa) no han prendido mayormente entre las nuevas obras. No se ha escrito una gran literatura de protesta, como se acostumbraba a decir en los años sesenta; más bien se han vuelto a tematizar experiencias de lo cotidiano y a la llamada poesía “de los lares”, que ha encontrado un gran eco en numerosos autores jóvenes.” O Antonio Skármeta que, entrevistado por Juan Andrés Piña, contrapone la lectura “ideológica” de las obras que suele hacerse en Chile ---“me parece superficial, por decir lo menos”, señala--- con la que hacen los críticos internacionales que, libres de prejuicios, “miran la cosa como literatura”.

Y no es que una temática contingente no pueda ser tratada en una obra artística. Lo que ha ocurrido es que diferentes narraciones, como ha señalado claramente José Rodríguez Elizondo, han tomado la contingencia ideológica como simple reflejo de espejos desnudos, reflejo no procesado por la ficción literaria, por lo que no pueden alcanzar la dimensión del arte.

Una de las situaciones literarias también muy mencionadas en su momento fue la de la denominada Nueva Narrativa Chilena o Miniboom, que correspondió a los escritores de la Generación de 1987. Acerca de dicho tema, lo primero que se ha discutido es su denominación, la que ha sido fuertemente cuestionada. En el Seminario “Nueva Narrativa Chilena” realizado en 1997 con participación de críticos, profesores, escritores y editores, se señaló que “…en algún momento de mediados de los años 80, alguien empleó la frase Nueva Narrativa para nominar a los jóvenes narradores y desde entonces, con o sin razón, quedó bautizada.” Uno de los interesados, Gonzalo Contreras, expresó: “Puedo asegurar que nadie de los que supuestamente conforman o conformaron la llamada Nueva Narrativa utilizó por sí mismo tal denominación. Esta fue un invento de la prensa para nombrar de algún modo el hecho inusitado de las altas ventas que alcanzaron algunos autores a principios de la década del noventa. Rara vez los protagonistas se autodenominan y éste fue el caso.” En dicho Seminario se revisó luego el origen de esta promoción. Sobre el particular, hubo consenso casi total en que la creación se debió fundamentalmente a una política de Editorial Planeta, que en 1987 creó la Colección Biblioteca del Sur, tanto en Chile como en Argentina, dedicada a editar sólo a autores nacionales de los respectivos países, con el apoyo de una gran campaña publicitaria; política que significó un volumen extraordinario de ventas. Ya lo había sintetizado claramente el catedrático alemán Manfred Engelbert durante su visita a Chile en 1994: “el llamado “miniboom chileno no es más que una orquestada acción de marketing internacional llevada adelante por la editorial Planeta.” Otro aspecto que se trató en dicho Seminario fue la idea de generación en torno a este grupo de escritores, con lo que en teoría ello implica. Hubo rechazo generalizado a tal idea. Sobre el particular, Carmilo Marks indicó que “lo tradicional es que los especialistas agrupen a nuestros escritores de acuerdo a un punto de convergencia, plano en el cual la categoría de las generaciones es el más recurrido. Precisamente lo contrario podría definir al grupo que nos ocupa. No hay más vínculo que el irrumpir briosamente en las librerías nacionales”. Consecuencia de lo anterior es que, a la hora de revisar las características de este grupo de narradores, se haya dicho: “Lo primero que llama la atención en este extenso conjunto de escritores es la disparidad, las diferencias abismales entre unos y otros, las preocupaciones tan distintas que reflejan como personas ---inclusive en sus ocupaciones--- y en sus obras.” ; y que el tema de sus producciones “es cualquier tema o la ausencia de él, la dispersión, la atomización, la fragmentación, la falta de identidad. Como síntoma de fin de siglo, la narrativa chilena del momento es de gran expresividad.” Antonio Avaria anotó que “en su gran mayoría, estos escritores (…) no ensayan nuevas formas de narrar. No alteran, no experimentan, no distorsionan, no agreden, no transgreden, no malbaratan la sintaxis, no hacen juegos textuales”, señalando como excepciones a Diamela Eltit y a Roberto Rivera. Carlos Orellana encontró de común el rechazo a las historias con intención de redención social, el dominio del escepticismo y desencanto y la carencia de todo propósito programático, salvo el deseo de ser escritores. Camilo Marks observó en ellos “un tipo de escritura pareja (…) y ciertamente efectista”. Jorge Vargas indicó que en sus obras son rasgos constitutivos la temática testimonial, la presencia de espacios “oscuros, cerrados, asfixiantes”, de personajes marginales que corresponden a “todo un carnaval pesadillesco de esperpentos desolados y frustrados” y de motivos entre los que destaca el desencanto, (…) la ironía, lo grotesco y lo absurdo”. Sonia González expresó que en estas obras abundan los “espacios de decadencia deslucida; el cuestionamiento del valor estético; una temática fiera, donde están presentes la homosexualidad, drogadicción, desamparo, vagancia, amor, desamor, locura...” Como se ve, hay en ellas un profundo alejamiento de los grandes valores literarios. Una última opinión: Javier Edwards, planteaba que las novelas de muchos autores con presencia innegable en el mercado, a los que calificó de “numerosos, prolíficos, vendedores”, “no constituyen más que livianos aleteos literarios, propuestas que, escritas con corrección, se limitan a esbozar un fondo, a tocar un sentido, sin profundizar en sus posibilidades con el objeto de crear un verdadero espacio literario” y cuya palabra “que debía descubrir o designar, sólo murmulla y, en definitiva, permanece silente, esperando un rápido olvido.” Pero el mismo crítico reconoce que también hay un grupo ---“Pocos. Muchos menos…”, entre los que destaca a Diamela Eltit, Ana María del Río, José Leandro Urbina, Antonio Gil , Jaime Collyer, Oscar Bustamante y Germán Marín--- entre los que “es posible observar el rigor de su trabajo, la profunda creatividad de sus conceptos, la búsqueda de la novedad formal como instrumento al servicio del significado o el humilde apego a las estructuras narrativas conocidas, si ello fortalece el sentido del relato.”

Pero el tiempo pasa y las cosas han cambiado. El triunfalismo de hace unos años desciende hoy a la realidad, medida, por cierto, desde la perspectiva del mercado, la misma que en gran medida originó el “fenómeno Nueva narrativa”: pocos lectores, pocas ventas. Algunas publicaciones presentan gráficos de la vertiginosa caída del negocio con obras de autores que hasta hace poco se editaban en grandes tirajes, sin referirse para nada a la calidad literaria. Desde este último punto de vista, lo hizo, en cambio, el crítico Ignacio Valente, quien expresaba sobre el particular a mediados de 1999: “Hubo un momento, pocos años atrás, en que nuestros cuentistas y novelistas emergentes dieron la sensación de que renacía el relato en Chile: brotaba una nueva y pujante generación de narradores criollos, o una nueva promoción (para usar términos menos comprometedores): el nuestro era ya, y quizá como nunca antes, un país de narradores, y no sólo (ni tanto) de poetas. El mayor o menor fundamento de esa impresión fue sumamente inflado por la industria editorial y la publicidad. ¿Qué decir hoy de ese fenómeno? En la perspectiva actual, se divisan pocos nombres ---escasos, esporádicos--- que justifiquen tanto optimismo.”

Se habla, por tanto, del fin de la Nueva Narrativa Chilena. Y todo ello sin mencionar siquiera la calidad literaria ---mayor, menor o inexistente--- de las obras, puesto que, en el fondo, desde su creación, todo ello ha sido visto como asunto de mercado. Marco Antonio de la Parra lo ha dicho: “De la Nueva Narrativa quedó el espejismo de un puñado de escritores a quienes nadie prestó la atención adecuada. Hubo fotos, grupos, algún artículo muy poco leído. ¿Quién ha escrito de verdad sobre estos años? Tiene que leer mucho y no todo de calidad. Eso es grave. Nos rodea el silencio. No hay espejos. Es la última herida de este viaje: el desaliento. (…) Eso es tal vez la mejor consecuencia de la famosa Nueva Narrativa. Que ya no existe. Quedarán, de cuarenta, unos cinco.”

Otro de los aspectos literarios notorios de los últimos años, por cierto muy diferente al recién mencionado, ha sido el interés de un par de escritores por el subgénero policial, considerado menor por muchos y desconocido en el país salvo en los casos de Alberto Edwards, con su personaje Román Calvo, detective, y los relatos de Hazañas de Nap y Moisés, de Hernán del Solar. En esta línea, la novela ¿Quién Mató a Cristián Kustermann?, de Roberto Ampuero, implicó el inicio actual del tema. Su personaje Cayetano Brulé apareció también en otras dos novelas del autor y fue seguido por otros personajes, de algún modo similares, en las obras de Ramón Díaz Eterovic, en la novela El espejo de tres caras, de José Román; en parte, en las “nouvelles” Diario de un killer sentimental y Yacaré, de Luis Sepúlveda, y en la figura de Rosa Alvallay, la antihéroe femenina de Nuestra Señora de la Soledad, de Marcela Serrano.

Una situación literaria que ha merecido comentarios encontrados es la de las obras de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, influidas muy directamente por la temática y el estilo de escritores “beat” estadounidenses como Charles Bukowski, Raymond Carver, William Burroughs, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Jerome D. Salinger, Norman Mailer y otros más recientes, como Breat Easton Ellis o Paul Auster, herederos todos de la llamada “Generación perdida”, que en su momento mostró la cara opuesta de lo que en su país se denominó “sueño americano”, con obras que tocaron fundamentalmente temas como sexo, drogas, violencia y cultura “pop”. Las vivencias juveniles de estos escritores chilenos en los Estados Unidos y sus lecturas de los autores antes mencionados ---Fuguet extrajo casi completamente su novela Mala Onda de El guardián entre el centeno, de Salinger---, han contribuido a la producción de obras de esa naturaleza, desacostumbradas y casi insólitas en el país, las que han causado mucha polémica..

En síntesis, salvo las excepciones de rigor, entre las que deberíamos subrayar los nombres de Adolfo Couve y Diamela Eltit, los narradores de la nueva Tendencia no han producido sus obras al nivel que lo hicieron en su momento Alberto Blest Gana, Manuel Rojas, José Donoso, Marta Brunet o María Luisa Bombal.



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Si bien correspondería decir algunas palabras en torno al género lírico y sus características en los últimos tiempos, no lo haremos puesto que luego hablará de ello Juan Antonio Massone, ciertamente con la autoridad que le confiere el ser destacado poeta y estudioso del tema. Por tanto, concluiremos este panorama con un vistazo a lo que han sido el género dramático y el teatro en este período.

Existen relativamente pocos estudios globales sobre la situación de la dramaturgia y el teatro en Chile en la Tendencia que revisamos. Los de mayor importancia han sido realizados por el Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística (CENECA) desde 1977, cuyos investigadores buscaron desde el comienzo, más que aspectos estéticos, “un entendimiento de la actividad teatral en función del condicionamiento ideológico necesario para mantener, reformar o revolucionar las relaciones sociales y las hegemonías que articulan a una sociedad”, como ha indicado Hernán Vidal. Desde perspectivas más artísticas, cabe mencionar estudios como 20 Años de Teatro en Chile, de María Teresa Zegers, o 20 Años de Teatro Chileno 1976-1996, de Juan Andrés Piña. A ellos se deben agregar, naturalmente, los artículos, comentarios y críticas de revistas especializadas.

Sabido es que, desde la creación de los teatros universitarios a partir de 1941, hubo un desarrollo importante de la actividad escénica y de la dramaturgia nacional. De hecho, especialmente en la década siguiente, las obras implicaron valoración del pasado histórico, sátira y crítica social, trascendentalismo y experimentación. Hacia fines de la década de los años ’60, además, se había incorporado al teatro chileno la modalidad de la creación colectiva y eran notorias las influencias de los grandes grupos teatrales de países desarrollados y sus planteamientos vanguardistas, todo lo cual ocurría de modo paralelo a la revitalización del antiguo Teatro Social, con presencia de numerosos grupos de teatro estudiantil, obrero y campesino que daban testimonio del rol de activo compromiso ideológico del teatro de ese entonces con la sociedad. Así hasta 1973, año en que los acontecimientos históricos significaron un cambio profundo tanto de la dramaturgia como del teatro en Chile.

En efecto, el género dramático y la actividad teatral fueron, sin duda, bastante afectados por los acontecimientos que vivió el país: muchos dramaturgos y personas ligadas a la representación escénica, incluso grupos teatrales completos, emigraron o fueron exiliados debido a, en palabras de Grinor Rojo, “razones que tienen que ver con la esencia del quehacer escénico, con su socialismo necesario, por así decirlo, ya que no hay ni puede haber teatro sin interacción comunitaria…”; o, al decir de Domingo Tessier, “porque se vivió en el teatro una etapa de asambleísmo, de burocracia y las preocupaciones se desviaron de la búsqueda de la creatividad artística.”

La situación produjo cambios sustanciales: las limitaciones a la expresión pública y la necesidad de autofinanciarse ---hasta entonces el teatro era financiado o subsidiado casi enteramente por el Estado--- llevó a que los repertorios tendieran a la reposición de obras clásicas y a la puesta en escena de antiguas obras chilenas, comedias livianas, montajes para niños y espectáculos musicales. Surgió, además, el interés por el café-concert.

Por ese mismo tiempo, en forma paralela a los teatros universitarios, surgió una actividad teatral que Verónica García Huidobro ha denominado “teatro independiente crítico”, que trajo un mejoramiento de los aspectos técnicos de la representación, amplia libertad para todos los participantes en el trabajo dramático-teatral, creación colectiva con metodologías orgánicas o con la colaboración de un escritor profesional, no necesariamente dramaturgo; y la integración del concepto de escena, lo que tendió a suprimir los límites entre la literatura dramática y el arte de la representación, obteniéndose de este modo un teatro “más teatro” de lo que nunca había sido en el país. Señalemos que ello ha perdurado hasta ahora en obras como, por ejemplo, Pablo Neruda Viene Volando, creación colectiva de Jorge Díaz y los actores de ICTUS.

De 1976 en adelante, paulatinamente se comenzaron a ver en cartelera obras nacionales, a menudo de creación colectiva, que retomaron la dramatización de asuntos problemáticos del país, como Pedro, Juan y Diego, de David Benavente, en colaboración con el ICTUS, o montajes del Teatro Imagen como Lo Crudo, Lo Cocido y Lo Podrido, de Marco Antonio de la Parra.

Pero se presentaban otros problemas: el escaso número de teatristas jóvenes, la falta de orientación, la carencia de concepciones estéticas, las opiniones contrapuestas sobre el deber ser del teatro del momento ---que llevaron, por ejemplo, a la escisión del ICTUS y la formación del Teatro La Feria, y a las diferencias de ambos grupos con el Teatro Imagen y el Taller de Investigación Teatral---, el conflicto entre la mantención de principios estético-políticos y la obtención de cierta tranquilidad económica que posibilitara la subsistencia. Frente a todo ello, el Centro de Indagación y Expresión Cultural y Artística (CENECA), convocó en 1979 a dos seminarios a fin de estudiar la situación, en los que se llegó a cierto consenso en el sentido de que los montajes teatrales deberían ser de corte “realista-crítico”.

Se acrecentó también otra situación problemática: la de la creación colectiva. Este método, con la colaboración de un dramaturgo o escritor profesional o sin ella, había sido utilizado en Chile desde mediados de la década de los años ’60 por influencia de grupos experimentales estadounidenses, como elemento de renovación del teatro chileno, desacralizando y sobrepasando con él la autoridad vertical de los dramaturgos y directores y permitiendo la creatividad de los actores y su rotación en las diversas funciones propias de un montaje. Sin embargo, y a pesar de su gran aceptación, la creación colectiva era percibida por algunos como “sospechosa reiteración de la sensibilidad ‘postmodernista’, es decir, fragmentarista, descentrada, discontinua, intuicionista, no lineal, hedonista, egocéntrica e individualista…” A pesar de ello, la creación colectiva siguió dándose, devolviendo al espectáculo y al montaje su importancia por sobre el texto dramático, como ha indicado Juan Andrés Piña: “Allí el actor se volvía protagónico e importaba la ceremonia irrepetible e imposible de trasladar al papel, más que lo puramente literario”; aunque el mismo crítico reconoce que “toda la enorme riqueza, espontaneidad, juego de lenguaje, situaciones concretas, sketchs, preponderancia de lo escénico por sobre lo trabajado literariamente, ha hecho, también, que ese mundo reflejado en escena no trascienda más allá de la situación concreta o del juego escénico”. Frente a ello, pensamos que, como suele ocurrir, ni tanto ni tan poco, como se ha dado en el hecho: la creación colectiva ha seguido desempeñando su papel, pero, paralelamente, el dramaturgo sigue teniendo una importancia de primer orden en el teatro, pues sólo él es capaz de entregar, como ha señalado un destacado crítico, “una visión del mundo, en una forma con su ritmo, su desarrollo y su estructura; capaz de aportar la trascendencia de la situación cotidiana, de organizar férreamente un mensaje poblado de subtextos, símbolos y necesarias ambigüedades que conviertan a la obra en un material de varias lecturas en el tiempo.”

Hubo una baja de la calidad de las obras en los años 80’, tal vez producto de la mayor apertura que hacía innecesarias piezas como las creadas y puestas en escena entre 1976 y el fin de esa década. Además, la tentación del trabajo televisivo produjo la emigración de miembros de diversos grupos teatrales, lo que causó, en varios casos, su desaparición. Las obras dramáticas subrayaron en lo sucesivo la búsqueda de posibilidades del teatro como lugar de acción, dando importancia a los recursos espaciales ---escenografía, iluminación--- y actorales ---formas de actuación, vestuario, maquillaje---; o tendieron a un cierto naturalismo, a la parodia de las viejas formas teatrales, a la mostración de la precariedad postmoderna o, según los dramaturgos, en el caso de que se consideraran sus textos, al realismo crítico, aunque con mensajes más diluidos. Autores como Isidora Aguirre, Fernando Debesa, Egon Wolff, Jorge Díaz o Alejandro Sieveking, repusieron obras o escribieron otras. Aparecieron dramaturgos como Juan Radrigán y Marco Antonio de la Parra. Actores como Jaime Vadell, Elsa Poblete o Alejandro Trejo; poetas como Enrique Lihn o, más recientemente, narradores, compusieron textos dramáticos; y se adaptaron y montaron obras de otros, como Este Domingo, de José Donoso. Y hubo, por cierto, un caso especialísimo, considerado fenómeno teatral por la crítica, que vino a romper, con su chilenidad y folclor, el sicologismo e ideologización del teatro nacional de las últimas décadas: La Negra Ester, basada en las décimas autobiográficas de Roberto Parra, de la que se ha dicho que es “proposición escénica, espectáculo, montaje, mezcla de circo y teatro callejero (…) en suma, una suerte de comedia musical de aquella marginalidad que creíamos olvidada.”

En la década de los años ´90 se promocionó la creación de obras del género dramático con convocatorias importantes, como los Concursos Nacionales de Dramaturgia “Eugenio Dittborn”, de la Escuela de Teatro de la Pontificia Universidad Católica de Chile; los Concursos de Dramaturgia Nacional, de la Secretaría de Comunicación y Cultura del Ministerio Secretaría General de Gobierno; el Festival de Nuevas Tendencias o las temporadas teatrales, en diferentes ciudades del país, como Teatro de Otoño o Teatro a Mil, que en su octava versión, en enero de 2001, contempló 76 obras, 14 estrenos, 8 compañías extranjeras visitantes y 8 montajes infantiles. Y se han ido dando, hasta hoy, cada vez más variadas manifestaciones teatrales, las que van desde las actuaciones callejeras del Teatro Urbano Contemporáneo o el Teatro de la Calle hasta el montaje de Rey Lear, de Shakespeare, en traducción de Nicanor Parra, pasando por actividades de café concert u otros eventos teatrales de diversa naturaleza. A ello debemos agregar, aunque en un ámbito diferente, la relevancia que ha adquirido la dramaturgia para niños debido al gran desarrollo de la actividad teatral escolar, concretada, como señalamos anteriormente, en numerosos grupos de teatro y en encuentros interescolares de bastante calidad artística.



En todo este período, en mayor o menor medida, han tenido también repercusiones los grandes Festivales Mundiales de Teatro, como los de Avignon, Nancy y Berlín. Y la actividad teatral del país hizo posible que se realizara en Chile el Festival Internacional Teatro de las Naciones, entre el 23 de abril y el 3 de mayo de 1993, con participación de 37 países y la representación de 30 obras extranjeras y 52 chilenas, en seis ciudades, además de conferencias, talleres, foros y exposiciones.



Pero si en 1996 el crítico Juan Andrés Piña señalaba que el teatro nacional marchaba sobre tablas sólidas, tanto en calidad, acogiendo las indagaciones y experimentaciones anteriores con mayor madurez, como en cantidad, con notable caudal de obras, pareciera que últimamente ha habido un retroceso de su calidad. Precisamente a fines de julio recién pasado, haciendo un balance de la actividad teatral entre enero de 2002 y dicho mes, apareció en la prensa un artículo crítico titulado “La actividad teatral chilena vivió el peor primer semestre en décadas”, indicando que, de sesenta y cinco títulos presentados, sólo un muy reducido porcentaje tenía interés artístico.



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Además de las situaciones que hemos ido comentando en relación con algunas manifestaciones de la actual Tendencia, es necesario recordar otras, complementarias de la literatura, que han incidido fuertemente en la producción de los escritores, afectándola de diversas maneras: los talleres literarios, ofrecidos por escritores o instituciones, que han proliferado estos últimos años; la creación de instrumentos y organismos cuyo objetivo es propiciar y difundir la producción literaria nacional, como la Ley Nº 19.227, para el fomento del libro y la lectura, promulgada en 1990 ; la creación del Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura, FONDART en 1992, y un año después, la creación del Consejo Nacional del Libro y la Lectura, dependiente del Ministerio de Educación, que trajo el beneficio del Fondo de Fomento del Libro y la Lectura, que también ha significado una ayuda para la publicación y difusión de la literatura chilena; la aparición de revistas especializadas, en calidad de suplementos de algunos diarios de gran circulación, las que mantienen semanalmente informado al público sobre el acontecer literario nacional e internacional, a través de reseñas, críticas, comentarios, entrevistas e información sobre las obras editadas; las ferias del libro, en las que las editoriales exponen y venden sus publicaciones, complementando la muestra con presentación de obras, conferencias, recitales o mesas redondas de escritores y otras actividades anexas; los programas radiales y televisivos de difusión literaria, como las entrevistas de Cristián Warnken ---“La belleza de pensar”---, Fernando Villagrán ---“Off the record”--- y Carolina Delpiano ---“Sillón Verde”---; los programas “El show de los libros”, “El show internacional de los libros” y “La torre de papel”, conducidos por Antonio Skármeta; “Carretera cultural”, de Carlos Calderón, y otros; diversos sitios web en Internet, como : “Retablo de Literatura Chilena”, con módulos sobre importantes poetas nacionales, sobresaliendo en este sentido la página especial sobre Nicanor Parra en relación con su postulación al Premio Nobel 2001, presentada por la Universidad de Chile: http://www.uchile.cl/cultura/parra/index.html



Entre todo ello, un punto se ha destacado como altamente discutible: el problema del marketing editorial. Si bien es cierto que por un lado ha significado grandes tirajes, traducciones y promoción nacional e internacional, y por cierto inmensa cantidad de presentaciones, entrevistas, fotografías de los escritores y todo lo necesario para una notoria publicidad, ha traído también problemas, como ha planteado, entre otros, Diamela Eltit: “Me parece que uno de los puntos álgidos que enfrenta y presencia el escritor hoy, se refiere a la relación literatura y mercado. Desde luego estoy consciente que siempre el libro literario ha sido un bien de consumo, pero, sin embargo, el punto problemático surge cuando se intenta transformar lo específicamente literario en un tic consumista, un producto librado a la oferta y a la demanda, enclavado sólo en las leyes estereotipadas del mercado.” En esta situación, tanto lectores como escritores se convierten en engranajes de intereses extraliterarios: los lectores ---señala la escritora--- son “efectos de una construcción programática elaborada por el sistema mismo (…) y sólo pueden / deben leer lo que el sistema les proporciona (…) de tal manera que los tan celebrados lectores-de-la-nueva-narrativa-chilena son los que producen y posibilitan a su vez la nueva narrativa chilena (…) relegando a las producciones críticas y a las estéticas no oficializables hacia los bordes del proyecto hegemónico.” Varios escritores han reclamado de lo mismo, señalando que, entre otros indicios de la situación, los títulos que aparecen en los “rankings” de los libros más leídos ---léase “vendidos”--- son buena prueba de lo aseverado.

El problema es una realidad. En estos tiempos de masificación ---según la Cámara Chilena del Libro, el año 2000 se publicaron en el país 2.500 títulos, un 33% de ellos literarios---, se ha tendido a entregar al público, en general poco culto y acrítico, lo que éste prefiere ---entretención, pasatiempo, bestsellers---, aunque sus gustos no alcancen a superar la mediocridad. Y el descenso de calidad, salvo excepciones, está a la vista. Con razón, pues, Adolfo Couve, sin duda el mejor narrador de la Tendencia que hemos revisado, distinguía entre escritores “artistas”, escasos, y otros, que denominaba “profesionales””, es decir, aquéllos “que han forjado: publicaciones a granel cada año, intervención exagerada en los medios de comunicación, abuso de las entrevistas, manipulación del marketing, afán desmedido por alcanzar una biografía inolvidable.”

Couve tenía razón. Por ello, al terminar esta síntesis de lo que ha sido, a mi modo de ver, nuestra literatura de las últimas décadas, retorno al principio: estimo que no se ha cumplido el sueño de Alone de un par de alas para que nuestras letras se remonten a la altura que alcanzaron en tiempos pasados Alberto Blest Gana, Manuel Rojas, José Donoso, Marta Brunet o María Luisa Bombal en la narrativa; Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Nicanor Parra en la lírica y María Asunción Requena, Germán Luco Cruchaga, Luis Alberto Heiremans, Egon Wolff o Jorge Díaz en la dramaturgia. Es efectivo, por tanto, lo expresado por José Miguel Ibáñez: hay motivos para preocuparse, puesto que el siglo XX se ha extinguido con pocas luces para la literatura y las humanidades. Pero hay que tener esperanzas de que ello se revertirá algún día, puesto que el mandamiento de Gabriela Mistral recordado al inicio de esta exposición, como todo lo esencial, sigue plenamente vigente: “Amarás la belleza, que es la sombra de Dios sobre el Universo”.





Universidad Gabriela Mistral, 7 de Agosto de 2002".

 

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